Las noches gallegas
Algunas veces salgo a la ventana y veo todas las luces de Vigo en torno a la Ría. Desde el final del crepúsculo hasta las primeras noticias del alba, la ciudad está envuelta en una capucha anaranjada que casi no deja ver bien las estrellas. Me pregunto cómo sería esto en tiempos de los celtas, o ni siquiera tan lejos, basta con remontarse a los tiempos en los que no había luz eléctrica. Vigo, esta manta de luces anaranjadas que cubre el lado sur de la Ría, sería un pozo de oscuridad en el que ni el alma más atrevida osaría adentrarse en plena noche.
Las noches gallegas, si por tal se entienden aquellas en las que la luz está ausente en plena montaña o junto al mar, han dado cobijo durante siglos a mitos y leyendas de lo más variados. El más conocido de todos, por supuesto, es el de la Compaña, a la que la gente adjetiva como "santa" a pesar de que no tiene nada de beatífica. En los tiempos en que la Compaña se veía con más frecuencia, atravesar un bosque al atardecer era arriesgarte a que te sorprendiese la noche, y a que cualquier luz o sonido te jugase una mala pasada a la imaginación.
Recuerdo una noche que fui con unos amigos a hacer una especie de excursión nocturna en coche por la zona del Val Miñor, que queda más o menos en el extremo sur de la Ría de Vigo. Fuimos al mirador del monte Alba, que queda sobre la ciudad, y desde allí nos movimos hasta la falda más septentrional del Monte Aloya, a la que se puede acceder por la parroquia de Morgadáns, ya en Gondomar. Morgadáns es una zona rural, a la que se puede llegar desde Vigo a través de un puente de piedra y por una carretera tortuosa de muchas curvas, toda rodeada de altos árboles. No está muy poblada, pero al comienzo hay algunas casas. Hace años un periódico local dio noticia de la celebración en este lugar de sacrificios satánicos en los que podrían haber participado políticos de Vigo. No se volvió a hablar del tema, pero desde entonces hablar de Morgadáns, lo que es a mí, me impone un poco de respeto.
Por la carretera de Morgadáns se asciende hasta la aldea de Prado, que es lo último que se encuentra antes de llegar al monte Aloya por el lado norte. Prado es poco más que un grupo de casas dispersas, con una hermita bastante aislada en medio de un prado verde. De Prado salen tres carreteras: una baja a Gondomar (la carretera por la que nosotros subimos desde Morgadáns), otra sube al monte Aloya y otra, más estrecha, baja hasta el interior del valle con empinadas cuestas y por zonas muy boscosas. Esa noche nos metimos por esta última carretera, muy estrecha y que empieza en un grupo de casas que se agolpan en una brusca cuesta. Algunas casas están abandonadas y tienen grabada en sus piedras su fecha de construcción: hace más de dos siglos.
Pasadas estas casas, ya sólo hay bosque. Un bosque que oculta por momentos la carretera, rodeándola por lo alto con las ramas de los árboles. Reconozco que de noche es un sitio que da bastante miedo... Esa noche nos metimos con cuidado por ese camino. Digo con cuidado porque hay sitios por los que apenas cabe un coche, de lo estrecha que es la senda. A medio camino nos paramos junto a un terraplén. Más abajo se oía el sonido del agua pasar, pues hay un río. Allí, abandonado por el tiempo, roto por el paso de los años, está todavía un viejo molino de agua, construido siglos atrás. La maleza rellena las estancias huecas de su desplomada construcción, que sigue siendo recorrida por la corriente incesante que baja de la montaña. Viéndolo pensaba en las gentes que lo habrían usado mucho tiempo atrás, dándole vida y haciéndole vivir sus mejores años. Nadie quedaba allí, y el molino parece un niño solo, olvidado, triste y resentido con la civilización que se despidió de él para siempre en medio de aquel bosque.
Con el coche detenido, recuerdo haber apagado las luces del coche... y entonces me di cuenta de lo que es una noche gallega. Estábamos en la más absoluta oscuridad. Ni una luz, rodeados de árboles, con el sonido del río alborotando el ritmo de nuestros latidos. Si alguien o algo se hubiera plantado a nuestro lado en ese momento, habríamos sido incapaces de verlo o de oírlo. En medio de la oscuridad, los ojos ciegos, los oídos sordos, la imaginación se convierte en el sentido dominante del cuerpo. Cualquier sombra, hasta la mínima variación en la profunda negrura del manto tenebroso de la noche, o siquiera una leve alteración en el ritmo del agua, suponen una vuelta de rosca a una mente incapaz de descansar en un entorno como ése.
Cuando volví a encender las luces del coche y seguimos nuestro camino, recuerdo sentir la impresión de dejar atrás, de haber roto quizás un instante en el que nosotros dejamos de ser nosotros para ser náufragos en un entorno que absorve el miedo para convertirlo en substancia. La "negra sombra" que versó Rosalía, mezcla de temor, de angustia, de leyendas y de cuentos olvidados que renacen al anochecer, estaba allí con nosotros, viva, a nuestro lado, palpitando en nuestros corazones temerosos, sabiendo que estábamos a su alcance, hasta que nos escapamos de ella.
Ahora, mientras escribo estas líneas, la oscuridad vuelve a reinar en aquel rincón inhóspito donde el viejo molino de agua, penetrado por la maleza, sigue arañando la corriente en un interminable lamento de agua que parece cantar una triste nana a los árboles para que intentar que ya nunca jamás se despierten. Y yo, aquí, en Vigo, a la orilla de una Ría en la que la noche ya nunca es noche, me pregunto si la negra sombra seguirá esperando a que volvamos, quizás a que alguno de nosotros sea de nuevo lo bastante imprudente como para tentar a la curiosidad y regresar a ese viejo camino donde los árboles no dejan pasar siquiera los brillos de la luna llena.
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